No amanece el cantor (II)

Paisaje con pájaros amarillos: «De tu anegado corazón, me llega, como antes tu voz, el vaho oscuro de la muerte. Habítame con ella. Ni siquiera la muerte pueda de mí arrebatarme. La hora puntual. No acudiste a la cita. Ausente. Forma final de tu esperanza ciega: el vuelo roto de la tarde y la explosión al fin de tanta sombra.
Sobre la arena trazo con mis dedos una doble línea interminable como señal de la infinita duración de este sueño.

Lentamente. Del otro lado. Yo apenas podía ahora oír tu voz.
En mis ojos se agolpa repentina la luz. Como si tú, de pronto, volvieras a la vida. Cuerpo de un desconocido. Levantamiento de tu cuerpo en el atardecer anónimo. Ya no quedaba en ti señal alguna que te hiciera nuestro.

Ni la palabra ni el silencio. Nada pudo servirme para que tú vivieras.
Me parecía ahora como si quedase en suspenso el amor. Y no era eso. Tan sólo tú no volverías nunca.

Paisaje sumergido. Entré en ti. En ti entréme lentamente. Entré con pie descalzo y no te hallé. Tú, sin embargo, estabas. No me viste. No teníamos ya señal con que decirnos nuestra mutua presencia. Transparencia absoluta de la proximidad.
Tarde final. Declina pálida la luz. Yo fluyo desde la herida abierta en mi costado hacia el endurecido río de tus venas.

Convergencia. La hoja cae sobre la hoja. La lluvia en la extensión total del llanto. Yo creí que sabía un nombre tuyo para hacerte venir. No sé o no lo encuentro. Soy yo quien está muerto y ha olvidado, me digo, tu secreto.
Un hombre lleva las cenizas de un muerto en su pequeño atadijo bajo el brazo. Llueve. No hay nadie. Anda como si pudiera llevar su paquete a algún destino. Se ve andar (…)». Fragmento del libro El Fulgor, del poeta José Ángel Valente.

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